Hace 200 millones de años, el mar inundaba el norte de la provincia de Guadalajara. De aquel periodo hoy nos queda un recuerdo en forma de tierras ricas en cloruro sódico, o sea rico en sal, en el valle del río Salado. Durante siglos sus pobladores explotaron este recurso en las numerosas salinas que llegaron a ser las más importante de Castilla, alcanzando su esplendor durante el siglo XVIII. Aquí se llegó a producir el 7 por ciento de toda la sal que se extraía de España, generando unas suculentas rentas para la Corona castellana que era la propietaria del negocio.
Antes de visitar lo que queda de las salinas que proliferaron en la zona, merece la pena hacer una parada en Carabias, una pequeña y bella población que se asoma a la vega del río, y desde la que se divisan las balsas, hoy en desuso, de las salinas cercanas. En la localidad se levanta la iglesia de San Salvador, magnífico ejemplar del arte románico rural, con unas características muy peculiares de la zona seguntina.
A cuatro kilómetros se encuentra Palazuelos, conocida como la “Ávila alcarreña” por su completo recinto amurallado en cuyo extremo se levanta el Castillo.
Atravesamos los campos de cultivo para desviarnos hacia Olmeda de Jadraque. Antes de llegar pasaremos muy cerca de Bujalcayado, un lugar casi despoblado con casas derrumbadas que en otros tiempos fueron surgiendo gracias a los trabajos de producción de sal. Fueron los Borbones quienes construyeron a mitad del siglo XVIII una colonia con almacenes, casetas para los aperos, viviendas para los trabajadores y una ermita.
Muy cerca se encuentran los complejos de las salinas de Bujalcayado y, sobre todo, el de la Olmeda. En estas últimas descubrimos un paisaje cuadriculado de canales y albercas meticulosamente empedradas que nos traslada a los tiempos de esplendor de estas instalaciones construidas en la Edad Media, aunque los restos que han llegado hasta nuestros días son del siglo XVIII. Su producción fue la más importante de la zona tras las de Imón. Se componen de dos almacenes, cinco norias, varios recocederos y unas ochocientas albercas. El conjunto se completa con edificios anexos que servían como vivienda a los trabajadores y una iglesia.
De vuelta a la carretera CM-110 no dirigimos a las Salinas de Imón. Son las que presentan una mejor conservación. De entre los numerosos edificios del amplio complejo destaca el almacén de San Antonio, construido en tiempos de Carlos III, con su elegante pórtico, sus altos techos de madera sostenidos por 60 pilares cuadrados de pino que la sal almacenada a lo largo de 200 años ha conservado como recién salidos de la serrería. Además, quedan en pie otros dos almacenes, mil albercas, 15 recocederos y cinco pozos que integran una explotación que hasta su clausura en 1993 producía... ¡mil kilos de sal por alberca y semana!
De nuevo hay que volver a la carretera y llegar hasta Riba de Santiuste, que contaba también con unas salinas –en este caso de pequeño tamaño-. Pero, sin duda, lo que llama la atención de esta población es su imponente castillo en lo alto de un cerro y en un excelente estado de conservación. Tiene noventa metros de largo por catorce de ancho, el acceso está defendido por dos torreones, y es interesante fijarse en el estrecho camino que llega hasta la puerta, el cual dificultaría aún más el paso de los atacantes. El primer espacio es un patio de armas de reducidas dimensiones, a través del cual se pasa entre un complejo de cuatro torres y diversas estancias, que desembocan en un nuevo patio, posiblemente destinado a las cuadras, y rematado en una torre pentagonal que defiende el extremo norte. En el interior del castillo encontramos dependencias diversas, chimeneas, y diversos elementos procedentes de la última restauración, como las almenas que lo coronan.
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